Izo
el foque para maniobrar entre los estrechos pasadizos de coral. En mi velero la
movilidad pertenece al reino de Eolo, de él dimana su fuerza motriz.
Cuanta
sensibilidad desarrollada en el oído para sentir al voluble viento, en el tacto
para saber los ajustes en las escotas y cazar adecuadamente a las velas. Mar,
viento y navegante son uno solo.
El
agua esta tan transparente que me permite sortear visualmente y con tiempo los
filosos corales, al punto de poder ver
entrar y salir de sus oquedades a los pulpos, las inmensas y tenebrosas morenas
y un jardín de antenas moviéndose para percibir el menor peligro, son las
famosas langostas de este atolón, que casi prístino les permite crecer por
encima de la media de otros grandes arrecifes.
Les
confieso mi atracción por estos hermosos y prehistóricos crustáceos las cuales he pescado desde mi adolescencia a
pulmón libre y con las manos, sin usar instrumentos para su captura. Es
apasionante primero encontrarlas bien protegidas en cubiles con corales de
fuego en la entrada que son sumamente urticantes y armar posteriormente la estrategia para
tomarla por la cola, revisando salidas alternativas que ella ha seleccionado
con el fin de tener para la huida en
retaguardia.
Fondeado
en el medio de la laguna de coral de arena que parece avena, el barco proyecta
su sombra sobre el fondo. Cuanta quietud y paz en el alma.
Cae
el sol y ya la fogata chisporrotea al
quemar los leños, sobre estos, en una improvisada parrillera las langostas se cocinan vivas y de
un color pardo pasan a ser rubíes incandescentes, provocando movimientos involuntarios de la
glotis que reflejan el deseo de devorar la carne más exquisita del mar.
Ahíto
desde mi hamaca miro sin curiosidad a Casiopea
que con nitidez regenta esa noche la bóveda celeste. Y me pregunto ¿dónde y cuándo dejé de ser feliz, si siempre tuve esto que hoy revivo como si
fuese la primera vez?
Juan
David Porras Santana
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