"Sabemos
lo que somos;
pero
no lo que podemos ser".
Willian Shakespeare. Hamlet.
Un imberbe niño pegado a la
falda de su mamá, que odiaba la arena y temía al mar. Mi madre
trataba de despegarme y no había
manera, el mundo real era un infierno anticipado para mí.
Al poco tiempo la sustituí por
mi abuela y mis maravillosas tías solteronas.
Eran costureras y llenaron ese inmenso
espacio de mi ineptitud para el mundo real con el despertar del mundo imaginario
de la fantasía que yo proteicamente convertía en realidad.
Creyéndome Superman, le pedí a mi abuela que
me hiciera una capa para volar, y me lancé desde el segundo piso de mi casa; por supuesto terminé
con el filo de la escalera en mi frente – no se rían-. Si me detallan verán que en vez de convertirme en Superman, me
parezco a Frankenstein, hasta en la cicatriz en la frente que me quedó de mi
ilusa aventura.
En el aquel entonces tendría 5 años de edad, mis tías cocían en la
maravillosa maquinas Singer de pedal, y lo hacían descalzas; poco a poco, pasé
de observador a tocador- un niño que se cuela por debajo de una mujer descubre
el nuevo mundo: la suavidad de sus pies, su olor, me producían sostenidas
erecciones que no encontraban camino para su desahogo, sólo repetirse una y
otra vez, en un éxtasis que solo a los 11 años volví a sentir, cuando jugando
con mi vecino en una pista de carros de carrera, que le había traído el niño
Jesús, su hermana de 13 años, bella y de pie griego como su madre, me
frotaba por debajo de mi muslo, con los
pies calzados con unas bellísimas sandalias hindúes. Cuando llegué a mi casa
descubrí la masturbación, y las pocas semanas el sexo atropellado y gigante de
la niñez.- Bueno, que exagerado, comenzaba la adolescencia-
La señora que hacía la limpieza
en casa, una mujer de unos 25 años de edad, atractiva se me insinuaba en
repetidas ocasiones y yo no sabía cómo actuar- tenía 11 años , mi amiga y editora
Jessie me dice que no cuente esas cosas, porque si ella hubiese sido mi mamá ,
la mata por pederasta- . En fin acudí a los panas – amigos- de la urbanización,
unos gandules que como yo no habían pasado más allá de la manuela. Todos
entusiasmadísimos me azuzaron para que llevará a termino la consumación del
hecho o más bien “lecho”.
Esa noche bajé a su cuarto estaba
con una dormilona de lo más sexy, y yo con mi botón de timbre, tres veces su tamaño.
Me recline en su cama, y metiendo las manos en mi bragueta sacó el pirulí que
estaba más tieso que pata de perro envenenado. Con una vocecita cándida de
mosquita muerta, me dijo: ayy si Juandavicito , es ya un hombrecito , mi
respiración entrecortada, el corazón parecía una locomotora
descarrilada , fue llevando mi mano
hacia su pubis, y abriéndose la dormilona quedó al descampado una mariposa de
esas negras que hacen gritar a las mamás . Todo
pelo era espantosa y olía rara, con las mismas me asusté y salí corriendo de su
cuarto y me fui al mío dónde no pegué un ojo en toda la noche. Era un
sentimiento ambiguo por una parte de horror y por otra de irresistible
misterio. Pensaba cuando jugábamos más chicos al Doctor , las niñas mostraban
con pudicia un pubis rosadito como un flamenco y el culito era como un remolino
divino , dónde solía meter las inyecciones , reconozco que era algo pasado, pues no pinchaba la nalga ,
sino el huequito y la niña hacía ayyy , seña de que la inyección había hecho
efecto . Cómo podía transmutarse la más delicada forma sin olor a nada en aquella
mácula espantosa pero atractiva, de olor
a coctel de camarón pero excitantemente irresistible.
Lo descubriría al siguiente día. Los
panas estaban en el parque intentando aprender a fumar los infumables cigarrillos
Camel que le robábamos al Almirante Pérez Luciani. Todos me esperaban , cuando
escucharon mi frustrante historia, se cagaron de la risa , me gritaban, maricón
, cagaleche , Erich decía déjamela a mí para hacerle quintillizos , vamos a cogérnosla
todos guevón a vela. En fin les contesté está noche vuelvo. Así fue.
Entre a sus cuarto decidido y me metí entre
sus sábanas, rápidamente busqué la zona
más despejada – era el culito- y de pronto su vocecita meliflua, me canturrio,
por allí no papacito eso es caca,- y no se equivocaba- por aquí y de un
manotazo me encontré en una fosa sin fin , con la suavidad del terciopelo de
una rosa , húmeda y eléctrica como el Vick Vaporub que me ponían en la espalda. Sentí que un
tornado me devoraba, que placer – eso si no volteaba a ver la horripilante
mariposa , ni por el carajo- acabé a los 0000000000,2 nanosegundos , una agüita
que ni densidad tenía , mucho menos color y olor , ella tiernamente me acarició
la cabeza – recuerden que tengo chicharrones cortantes- y dijo , así suele
suceder la primera vez . No había terminado de hablar y ya tenía enhiesto el pirulí,
lo volví a meter y me dijo piensa que está en el primer inning comenzando y te
faltan ocho, con calma. Así durante semanas no sólo aprendí. Sino que con mis
relatos de la noche anterior hacíamos
larga sesiones de onanismo campestre mis zagaletones amigos y yo. Luego todos
hacían cola para cogerse a la insaciable Fanny. Ninguno pudo porque mamá sospechó
y la echó.
Dirán pensamos que nos ibas a
contar como pasaste del terror al mar y de las faldas de tu mamá a ser navegante
Está bien pero sin tumultos ni empujones,
No estoy para que ustedes me digan, ni yo para
decírselos. Como decía el genial Don Mario Moreno – Cantinflás-
Si el descubrimiento del sexo fue
atropellado con mis mismos de 11 años de edad. Mis primeras aventuras marinas fueron tímidas y tiernas: ir a pescar
con una caña robada a uno de los esposos de sus amigas en Playa Grande. Para
mi sorpresa el sueño del pescador se
confundió con la realidad: pesqué una palometa como de 2 kilos- lo más seguro
es que fuese de uno, pero los ojos de la
infancia son un par de lupas- . Rompí la caña de pescar, -solamente perdí la
plomada y el anzuelo- pero estuve los meses restantes de aquellas inolvidables
vacaciones tan culpable como los asesinos de A Sangre Fría de Truman Capote: en
mi caso nunca se descubrió el crimen.
Cada día crecía más mi osadía,
las próximas vacaciones escolares- que eran infinitas- decidió el grupo de
jóvenes madres, llevarnos a Tucacas. Las playas que colindaban con la casa
vacacional eran de aguas turbias, sin atractivo. Las madres nos contaron a la
camada de muchachos- unos 8- que al día siguiente nos llevarían a un lugar hermosísimo, llamado Punta Brava,
al cual en la época se accedía en peñero- embarcaciones locales-. ¡Qué emoción!
Después de sortear unos inmensos manglares, desembocamos en lo insólito, en lo
nunca visto por nuestros ojos inocentes y ávidos: las aguas coralinas y
cristalinas de un caribe ignoto.
Tal fue la emoción que eran las 6
de la tarde y no nos queríamos marchar, les rogábamos a nuestras madres que nos
dejaran vivir ahí para siempre. De vuelta, los manglares se fijaron en mis
retinas, y en la medida que nos acercábamos a la casa vacacional podía desde la
carretera ubicar a Punta Brava, gracias a la marcación de los manglares.
Luego de cenar los acostumbrados macarrones
con ketchup y diablitos, me reuní con los otros niños con edades comprendidas
entre los 6 y los 10 años para invitarlos a mi próxima aventura: irnos en la
madrugada, cuando las viejas estuvieran pasando la pea- las viejas tenían 30
años- para Punta Brava, en un bote inflable que había visto en el garaje, todos
se rajaron menos mi hermana Mariela, Marta Roca y su hermanito Ricardo de 6
añitos. Antes de que despuntara el alba estábamos en la mar con rumbo fijo a
los manglares nos alumbraba una luna llena del tamaño de la tierra. Remaba,
remaba y la corriente nos alejaba hacia la dirección contraria de nuestro
destino, ya exhausto, decido a anclar para descansar y regresar, cuando uno el
cabo de no más de 5 metros
al ancla, el nudo que le había hecho era igual de malo, como con el que hoy sigo amarrando mis zapatos, por supuesto se soltó
y se fue al fondo, a más de 40 metros de profundidad. Comenzamos el retorno,
aun cuando lento, avanzábamos hacia la costa, al poco tiempo divisamos un par
de peñeros que las viejas habían enviado a nuestro rescate. Los pescadores
luego de subirnos y montar el bote inflable en su embarcación, nos increparon:
estas aguas son traicioneras, infectadas de tiburones- siempre sospeché que la
exageración de estos marinos era para
sacarles una buena tajada a las viejas-
Allí estaban, en la orilla como
un pelotón de fusilamiento, después de los besos y abrazos a los menores, menos
a mí- el artífice- se acercó María Cristina, la madre de Marta y Ricardo, y me
dio una bofetada como la que daban los Franciscanos en tercer grado. Mi madre
Coco, no dijo nada, se me quedo fijamente mirando, tratando de identificar en aquel muchacho, al
niño que le tenía pánico al mar, asco a la arena y tuvo un buen día la
honestidad de desprenderlo de su falda.
Juan David Porras Santana
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