Las primeras señales pasaron desapercibidas, aun para el alma más
sensible.
No eran para un hombre de este mundo, ni para el de otro, simplemente
eran oníricas tentativas
que se perdieron como palomas mensajeras cuando el norte magnético de
la tierra se mueve apenas decimas de grado. Nunca llegaron a su destino.
Tanto el destinatario como la remitente estaban perdidos, tratando de definir que es
el amor. Triste misión, también perdida por ambiciosa y ociosa.
Para sentir la luna los primeros usaron la contemplación perpleja como
lo siguen haciendo los enamorados de hoy.
Cuántos se embarcan en la tarea ímproba de hacer estudios superiores
de letras para hacerse escritores y son incapaces después de años de estudio de
articular decentemente un dístico.
Un mañana gris una paloma obscura llegó. En sus alas había sal marina,
se podía sentir en su plumaje la incidencia del viento y la espuma, esta ave
había atravesado un océano para llevar su mensaje a su destinatario.
Era tal la criptografía del mismo que sólo se podía colegir, en el
trazo sublime de su caligrafía que había sido hecho por una apasionada y sublime mujer.
Transcurrió tanto tiempo desde aquel único mensaje que el joven destinatario pasó del albor al
crepúsculo, había cometido el error de esperar, así que su corazón se envejeció
y se hizo plúmbeo, opaco y sin eco.
Se dedicó a escribir todo el proceso amoroso que lo llevó desde la
expectativa hasta el ocaso.
Sus versos, aun cuando él quisiera esconderlos en un lenguaje a veces contradictorio, barroco
siempre llegaban al punto de origen, circunnavegaban su existencia de modo tan
fiel que nunca los pudo contaminar con el espíritu de derrota que lo acongojaba.
Al otro lado de la espita que extrañamente los unía, la apasionada
mujer, también maduraba en su desilusionado corazón pero a diferencia de él,
nunca lo espero, por el contrario asumió que su amor crecería con ella y
milagrosamente esa decisión la mantuvo indemne física y espiritualmente.
Una tarde fresca, dónde todo parecía que colgaba del viento, sentado
en el malecón frente al mar avistó una mancha aparentemente de peces que a escasos metros se congregaba de manera súbita
e inusitada.
Se zambulló para ver que realmente era, para su asombro iba
creciendo. Miles de hipocampos multicolores lo cercaban con armoniosas
posiciones de aceptación.
La segunda señal después de tanto tiempo era inequívoca: tendría que
cruzar mares para llegar a ella, quien lo recibiría con la amplitud, la calidez y el
amor con que hoy el mar lo hacía. Así un
hombre que no supo esperar fue rescatado por
el amor que ella sentía y con el
que convivía.
De manera que esta historia de amor que apenas comienza, no se perdió en el
universo por entropía .
Juan David Porras Santana
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