Amenazados
por el ejército de Ciro, los ciudadanos de la región en que habitaba el sabio
Bias, huían despavoridos cargados con todas sus riquezas. Increpado por la multitud, que le preguntaba
por qué caminaba tranquilo, portando tan solo la túnica que lo cubría, Bias les
respondió: OMNIA MECUM PORTO: todo lo que tengo lo llevo conmigo.
Esta
divisa hasta no hace mucho tiempo, me había servido para tantas cosas: desde
presentaciones en foros, donde no funcionó
el proyector de video, y tuve que exponer sin el apoyo audiovisual,
hasta cuando viajaba solo y mi mejor compañía era yo mismo.
Hoy
mi soledad es aparente, ya no se estar
conmigo mismo; mi dialéctica interior es cada vez más pobre y temerosa, dependo
más de lo que estoy dispuesto a reconocer del alter ego, por eso me convertí en
Frankenstein: El mendigo agresivo del amor.
Mis
formas de agresividad, distintas a las del humano personaje de Mary Shelley, son
tan sutiles que me deberían llamar el canciller de San Valentín o el Cristo de la Bastille: quiero al
prójimo como me quiero a mi mismo, tanto que los quiero a mi imagen y semejanza.
A diferencia de éste Frankenstein -yo-, el otro que es rechazado de manera real y no imaginaria-
ambas con el mismo efecto-, una y otra vez, respondía con asesinatos, furia e
ira, y con la valentía que manifiesta al final de sus días, cuando le confiesa al capitán del barco que lo
persiguió hasta la muerte de su creador: "No tema usted, no cometeré
más crímenes. Mi tarea ha terminado. Ni su vida ni la de ningún otro ser humano
son necesarias ya para que se cumpla lo que debe cumplirse. Bastará con una
sola existencia: la mía. Y no tardaré en efectuar esta inmolación. Dejaré su
navío, tomaré el trineo que me ha conducido hasta aquí y me dirigiré al más
alejado y septentrional lugar del hemisferio; allí recogeré todo cuanto pueda arder
para construir una pira en la que pueda consumirse mi mísero cuerpo."
Mis
crímenes son más atroces porque no arrebatan lo que no me pertenece, sino lo
que me ha sido dado como mi única pertenencia: mi vida; la cual menosprecio, la
vendo como una ramera de Sodoma y Gomorra, ¡que digo!, que ofensa para esas mujeres, ni siquiera lo
hago por goce, sino a cambio de aceptación, y a diferencia del genuino
“monstruo”, tomo conciencia de mis crímenes, pero no para arder en una pira,
simplemente para jugar al abismo
infinito.
¿Encontrarás
en estas palabras una respuesta a la inquietud que te acompaña cuando vas a
dormir?.
Si
mi amada, soy un perseguidor de mi sombra y un cultor de mis fantasmas. A mi
lado te sentirías, como definió -creo que fue Liszt -al adagio de la sonata
Claro de Luna de Beethoven: una rosa entre dos abismos.
Juan David Porras
Santana
amor tormentoso
ResponderEliminarEste amor por lo siniestro como el Conde de Lautremont, como ciertos personajes de Poe, como el Baudelaire de "Las flores del mal" tiene no sólo atracción sino explicación o justificación. Nos tenemos que acostumbrar a nuestra muerte personal, de modo que para superar este ejercicio, llegamos a enamorarnos de ella y la elevamos a un grado de lirismo o de belleza estética que llega al punto de hacérnosla disfrutar. Esto está logrado en tu texto Juan David que me ha gustado mucho
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