4 mar 2013

LA DULCE REALIDAD

Para : Mayela Betancourt

Estirándose y contrariara , Maya daba vueltas sobre su cama. 
Su pensamiento era uno y muchos. Tenía que tocar fondo, así que al telefoneó del que consideró, un compañero de inmersión para la ocasión- su alter ego-, respondió: si, ahora mismo.

Pensó una vez más, que el procedimiento dialéctico, le devolvería su precaria paz interior. En esta oportunidad el azar- efecto de las causas imponderables- le dispenso una mesa bien servida de sorpresas que no admitirían las ya consabidas interpretaciones equivocas de su fatigada criptografía.
Tras, un preámbulo clásico, la pareja se sumergió en el inframundo, con el objeto de realizar el reiterado exorcismo por la vía de la catarsis, tantas veces paladeada por ambos.
En una suerte de prestidigitación gitana, los incautos viajeros fueron advertidos por lo real maravilloso; de pronto, los monólogos intermitentes y narcisistas de ambos, cesaron, y se batieron todas sus puertas y ventanas interiores, saltando los goznes del alma humana.
Estaban por primera vez juntos, muy juntos, en un mundo tan real como el coito de los perros en una plaza pública al mediodía.
Habían recuperado la inocencia y la voraz codicia de la infancia perdida. Solamente querían, y querían más, de esa inextinguible belleza.
Lo que sucedió esa noche no era un devenir de acontecimientos, eran todos los acontecimientos en un solo instante cierto: allí
De nada sirve que les describa la súbita emersión del gran masturbador desde el corazón del nicho de la Virgencita de Santa Marta ; ni el beso de los mil olores; ni el preludio para tormenta y solo de amantes que interpretó magistralmente para nosotros la bóveda celeste. Si lo hiciese, simplemente pensarían como los otros: distorsiones surrealistas a lo Baudelaire, Dalí, o el Vudú; 
y esto sería caer una vez más, en la reiterada trampa de lo fantástico para escapar de la realidad. Porque lo que allí sucedió con exactitud matemática, fue todo lo contrario: una portentosa realidad que aplastó los fantasma y quimeras de una pareja incrédula que necesitaba ver para creer y aprendió a tener fe.


Juan David Porras Santana




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